El tren arranca lentamente y la cadencia del movimiento acompaña sus pensamientos. Vamos, vamos, cada vez más rápido, cada vez más lejos. Atrás quedan amigos, sueños y familia y por delante sólo incertidumbre y miedo.
A medida que cambia el paisaje se hace más grande su congoja y le viene una y otra vez la imagen de su madre parada en el andén, tratando de contener las lágrimas, sabiendo que esta será, casi seguro, la última vez que se vean.
El tío Fran, el que trabaja en el mercado central, le ha conseguido los pasajes en el último convoy que sale de Barcelona antes que vuelen las vías para intentar frenar el avance de las tropas franquistas. No tiene tiempo de nada, hace un pequeño hatillo con un pañuelo de cuadros marrones. Mete una muda para cada uno, los papeles y una caja de cartón con algo de comida que le ha preparado madre.
El pequeño llora cuando lo levanta de la cama y el mayor, tan obediente él, tan responsable, se viste en silencio, se pone el abrigo y la espera en la puerta mientras estruja el gorro de lana que le tejió Maruja la pasada Navidad.
Maruja, qué será de ella, con el marido enfermo y encerrado en Valladolid y sus dos hijos en el frente. Uno está en Madrid y del otro no sabe nada hace meses. Quizás cruzó la frontera o bien pudiera estar con el maquis por los montes de Asturias o tirado en cualquier cuneta o pared de cementerio, como tantos. Y a pesar de todo, ella tan animosa, contando cuentos fantásticos cuando nos encerrábamos en los refugios durante los interminables bombardeos a los que nos sometían los italianos. Maldito Mussolini!
Mi hijo la adora y apretar el gorro entre sus manitas es la forma que tiene de mantener el hilo que los une. Su forma de aferrarse al mundo terrible que le tocó vivir y que ahora ya intuye, va a desparecer de la noche a la mañana.
Mi hijo la adora y apretar el gorro entre sus manitas es la forma que tiene de mantener el hilo que los une. Su forma de aferrarse al mundo terrible que le tocó vivir y que ahora ya intuye, va a desparecer de la noche a la mañana.
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Hay olores, luces y objetos que nos atan a la vida, que nos recuerdan a los nuestros y nos remiten al origen. Para mi padre, aquél día, la lana tejió un lazo inquebrantable con Maruja; igual que a mi, la tela de cuadritos del hatillo, me une a mi abuela.
Esa tela sobrevivió a tres años de miseria y exilio y a toda una vida de miedo y esfuerzo. Ahora es mía. Tiene algún pequeño agujero, el paso del tiempo es implacable, pero aun así, la uso a menudo. No tengo miedo al deterioro, lo heredé de mis mujeres.
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Hoy asaltamos el blog Los deseos del paladar de Elena, otra mujer valiente que he conocido por el asaltablogs. Una vez más costó decidir qué receta hacer y finalmente me decanté por estas patatas porqué me recordaron unas que hacía mi abuela, que no eran tan historiadas como estas, pero que estaban riquisimas!
Esta es mi propuesta. Espero que os guste!